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Lincoln

Publicado: 2013-02-02

El prestigioso crítico de cine Ricardo Bedoya nos da su percepción sobre una de las últimas películas del consagrado Steven Spielberg actualmente en cartelera local

En 1939, John Ford hizo un amoroso y lírico retrato del presidente Lincoln en sus primeros años. La imagen final de “El joven Lincoln” mostraba a Henry Fonda remontando una colina luego de haber defendido y librado, en juicio público, a dos hermanos del patíbulo. El joven abogado partía rumbo a su destino. De pronto, sobreimpresa en los créditos finales, se desataba una tormenta.

En el “Lincoln” de Spielberg, la tormenta de la Historia debe detenerse a cualquier precio. Y Lincoln es el personaje, acaso providencial, que tiene entre sus manos esa tarea. Por eso, la película no es una biografía habitual u ortodoxa del presidente que abolió la esclavitud en los Estados Unidos. Es, más bien, un retrato en interiores, cerrado, acotado y sombrío del hombre y su entorno.

Lincoln, el político, es el personaje principal, pero también importa la maquinaria institucional que presenta la película. Maquinaria de funcionamiento moroso cuya descripción no admite ni intensidades ni crescendo e impone una dramaturgia de clave baja.

Lo más interesante radica justamente en el modo en que Spielberg condensa el gran conflicto en un conjunto de episodios íntimos que se debaten en la penumbra.

La acción se decanta siguiendo la misma lógica con que Lincoln interpela a sus sorprendidos asistentes una noche cualquiera: una comunicación bélica es contrastada con el teorema de Euclides para volver a ser nada más que una comunicación que acaso decida el curso de la Guerra Civil. La Historia se convierte en un drama de cámara, sustentado en conversaciones reservadas, aproximaciones y negociaciones cercanas. Es una epopeya de gabinete. La épica en la recámara.

Y “Lincoln” es un filme de cámara de un clima casi mortecino que lo invade todo, gracias a la fotografía cuidadosamente desaturada de Janusz Kaminski. Ambientes apagados, tenues, en claroscuro, como la relación personal del presidente con su esposa, marcada por la ausencia de un hijo. Pero también como la descripción de las turbias minucias de la política ordinaria, las maniobras de los lobistas y el perfil de las personalidades fuertes o débiles que se van delineando. Hay algo que recuerda en ese vaivén entre pasillos y gabinetes burocráticos a una película como “Tempestad sobre Washington”, pero sin la amplitud ni la soberana maestría de Preminger.

A Spielberg se le siente seguro dictando su clase magistral de historia y de lo que quiere conseguir con ella, pero algo asfixiado por la caligrafía de esta crónica acuciosa y preocupada por construir a un Lincoln valido para los tiempos de Obama.

Sin duda, la composición de Daniel Day-Lewis es notable. Domina como pocos ese trabajo interior que le permite representar, con perfecta serenidad y relajamiento, un estado del personaje, una cualidad esencial de su ser. Aquí tiene de hombre común, impertinente narrador de chistes, personaje mítico, sujeto de perfil heroico y esfinge que esconde todos los secretos.


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